Llegó a México. Venía de intercambio a estudiar un par de semestres algunos cursos de literatura. Sus formas exuberantes le granjearon la simpatía de muchos que se acercaban a ella cual mendigos de atención. Tomamos juntos varios cursos. Siempre vestía de negro. Ella era alemana y medía casi dos metros.
Entre clase y clase llegamos a intercambiar palabras, fumamos cigarros sin filtro, y así me enteré un poco de su historia.
Se apellidaba Arnt. Su paso fugaz por México no impidió que su lista de vivencias se alargara ingratamente. Su casa en Puebla fue asaltada por ladrones. En las playas de Cancún fue presa de las “aguas-malas”. Se hizo amante de un escritor español en cuyos divertimentos sexuales figuraba fustigarla con un látigo.
Acabado el semestre dejó Puebla y se mudó al Distrito Federal, donde rentó un departamento cercano a Ciudad Universitaria. Acudía todos los días a una biblioteca de la UNAM para documentar la tesis que presentaría en su natal Alemania sobre grupos guerrilleros del México contemporáneo.
Caminando por los jardines de la UNAM conoció a un traficante de drogas que además vendía libros a los universitarios que gustaban de fumar y leer (en ese orden).
Con él estaba el día que le sacaron el apéndice. Me platicó que días antes había sentido molestias en el bajo vientre, aunque no les prestó demasiada atención. Lo cual fue un error.
El día de la operación acompañaba al traficante en sus operaciones clandestinas, cuando un dolor agudo comenzó a aquejarla. Llegó el punto que la molestia fue tal que empezó a quejarse. Pero él no hizo caso y siguió en lo suyo. El dolor se hizo insoportable y los gritos de desesperación sucedieron a las suplicas para llevarla a un hospital. El pequeño comerciante la llevó con su padre, médico de profesión, quien aconsejó a su joven vástago llevarla cuanto antes a un quirófano, pues según diagnosticó, “el apéndice estaba a punto de estallarle”.
Como sabrás, las enfermedades siendo extranjero suelen complicarse. Y su caso no fue la excepción. La intervención quirúrgica fue un desastre. A la mitad de la operación despertó medianamente anestesiada, lo suficiente para no poder articular, pero no tanto como para no sentir el dolor desgarrador producido por la extracción de un órgano inflamado.
Lo peor vendría después, cuando en su desesperación escuchó a los doctores que la intervenían burlarse de su apellido germánico:
-¿Cómo dices que se llama?
-Arnt
-¿Arnt?
-Sí, Arnt...
Y cual si fueran cuervos emitiendo burlones graznidos, el anestesista comenzó:
- Arrnt-arrnt, Arrnt-arrnt.
Soltaron estrepitosas carcajadas —disimuladas sólo por los cubrebocas—. Fue entonces que el anestesista vio a la paciente despierta. La sedaron más y continuaron su charla, mientras el rostro desencajado de ella progresivamente perdía su rictus de dolor.
1 comentario:
Chingonsísimo como dirían en mi pueblo.
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