lunes, 21 de septiembre de 2015

Piedra Angular



La presencia de los ausentes es el tópico desgastado para referir a quienes no vemos pero sentimos. Como algo que recorre la piel, que la eriza. Un recuerdo mezclado con una sensación; en tu caso, abuelita, esa sensación que sentí toda mi vida, de que estarías siempre ahí, conmigo y junto a mí.

En tu funeral estaba ajeno, quizá porque para entonces aún no había asimilado tu partida. Fue semanas después que llegué a esa casa, que había sido tu casa, nuestra casa, donde por fin percibí tu presencia en forma de una cálida ausencia.

Al entrar, por un momento pensé que ahí estarías, sentada en el sillón, tomando el sol y leyendo los diarios, como todas las tardes, con tus anteojos puestos, quizá algo sucios --pero tú de ello no te percatarías-- con el cabello blanco, algo revuelto y tu mirada franca que traslucía tu verdadero estado de ánimo, ese que eras incapaz de expresar de forma verbal, pues tú siempre estuviste "buenonsita", aunque tus ojos me hablaran de una tristeza y una melancolía que nunca supiste --o quisiste-- verbalizar.

Quizá porque nunca tuviste tiempo para la debilidad a la que dejan a merced los sentimientos; tú debías ser la mujer fuerte para sacar adelante a tus hijos; la misma que no tuvo tiempo de llorar a su marido: mi querido abuelo, al que conocí por repetitivas anécdotas asociadas a lo buen médico que fue, al gran amigo, al hijo cumplido, esforzado y estudioso, al radiólogo confiado que se descuidó, al doctor al que se le murió una hija (Carolina, esa cría que pasó poco tiempo en la Tierra, pero suficiente para ser recordada).

Aún recuerdo bien la astuta determinación que tuviste para poner en regla los asuntos legales del abuelo Rufino, esos que él no arregló por desidia, falta de previsión, o porque sabía que había elegido a la mujer correcta; la encargada de extender y preservar su legado, basado en la tenencia de la tierra, el amor filial y la educación. 

Aunque tú, conociste otros sentimientos, quizá menos nobles, como la vergüenza y la humillación que sentiste y pasaste en algunos episodios de tu vida -- nunca los olvidarías-- y que afrontaste con coraje y decisión, que aún a ti, años después, te asombraría.

Como cuando abusivos inquilinos quisieron desconocerte como propietaria a escasas horas de fallecido Rufino, y tal como lo decretaste, ante ti, no les alcanzaron las rodillas para suplicar que tuvieras compasión a la hora de lanzarlos de los predios invadidos que tú, paciente, supiste recuperar, resguardar y edificar. 

Por eso ahora, abuela, veo con claridad que fuiste la piedra angular bajo la que comenzó a cimentarse la historia tu familia, que hoy son muchas familias.

Te extraño mucho... extraño tu energía, tu dinamismo, tu conversación. 

Extraño acompañarte al mercado, comerme un taco con papitas contigo mientras regresamos del mandado con bolsas abundantes de comida, ropa y plantas para tus niños, esos entre los que me cuento, aún sin ser tu hijo, porque para mí fuiste una madre, que junto con Guadalupe --"Lupita, como la Virgen Morena", decidieron tú y el abuelo a la hora de nombrarla-- me crió entre sus enérgicos brazos, y por ello, siempre les estaré infinitamente agradecido.

Lucía, leyendo, ajena al paso del tiempo.
Foto: Alonso Martín

jueves, 13 de agosto de 2015

Anti-poemínimos

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Saudade
Instantánea e imprevista
la flor madura
-en – la – tierra – fértil – de – tus – labios-
El invierno es primavera en verano y en otoño
*
El paréntesis
 que se abre y no se cierra
evoca lo inconcluso
que se dice sin decirse
la palabra perdida
que no, la pérdida de la palabra
*
Antipoema interactivo                                                                                            
El pensamiento es:
a) Un acto lingüístico
b) Una sujeción a las palabras (ante la inminencia de sucumbir en un naufragio)
c) El traslado de lo abstracto a lo concreto
d) Una idea, luego,
kilóoometros discursivos
e) El recuerdo de no sé qué cosa
inexpresable en su cabalidad
f) Otras (especifique):________________
*
Con la prisa de la vida que se acaba
el vórtice de la muerte
ejerce el polo de su atracción.
Mientras
un ave vuela
ajena
a mis anhelos
*
El éxtasis se convirtió en resaca
la tarde se detuvo
y yo también
*
En la búsqueda ansiosa del quien me quiera
me topé con el terrible desengaño
ya no quiero perder el tiempo
en la estéril marcha hacia el desamor
ya he probado la miel de algunas flores
y ninguna es para mí
por eso
mejor renuncio
a mis melosas intensiones
de bajarte los calzones
y chuparte los melones
*
y cuando mi cuerpo muera
y cada célula y cada poro entre en descomposición
cuando los gusanos lo hayan devorado todo
y los huesos, hechos polvo.
Cuando de mí no quede ni el olvido
y la sangre, seca, deje de fluir
las sirenas seguirán cantando,
propiciando el abismo de los hombres
*
Grafo insomne
Se equivocan
quienes ven en la cruz
el estigma de un martirio.
Yo
prefiero ver
el accidente de dos puntos
que convergen en un camino.
Una ecuación geométrica
resuelta
tras la coyuntura del azar.
Imagen tomada de esta fuente: http://www.matteobosi.it

La danza del pelícano azul (y sus pequeños poemas en Prozac)

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“Los alucinados serán los capitanes de las naves del futuro”
Augurio de un indigente poblano

Todo comenzó hace unos diez años cuando se tragó un grillo. “Crí-Crí-Crí, el grillo no dejaba de incordiar”. Al día siguiente, en un acceso de “furia gigantesca”, el protagonista de la novela destruye la casa de sus padres. El ataque fue tan violento y sorpresivo que es internado en una institución psiquiátrica. De este espacio, un aparente encierro, entra y sale de su mente dando paso a personajes imaginarios como Rimbaud y Baudelaire, con los que mantiene inquietantes conversaciones entre dosis de Litrisan, Benzetazil, cocaína y mariguana.
Mientras escribo esto me doy cuenta que el sonido que emiten los grillos se parece a un coro bien entrenado. Aunque parece una locura, eso fue lo que descubrió el compositor Jim Wilson cuando grabó por más de una hora en el patio trasero de su casa el grillar emitido por los insectos.
Al llevar la grabación a su estudio, Jim comenzó a jugar con ella, bajando la velocidad con que se reproduce el sonido; así, hasta que de pronto se empezó a escuchar algo parecido a un coro lejano y armonioso, ininteligible pero que apela de algún modo a una mística musical. Tal como el ritmo de la escritura de Rodrigo de Souza Leão (1965) en Todos los perros son azules (pueden leer un adelanto del libro aquí), magníficamente traducida por Juan Pablo Villalobos.

Sexto Piso, 2013.
De Souza Leão relentiza la voz del grillo que funge como la conciencia, esa que no deja de incordiar, como un tinitus maldito que viene y va, como las olas “siempre batiendo en las piedras de la enfermedad. El mar verde Lexotan 6. El cielo azul Haldol 5. El Rivotril blanco de las nubes”.
Y así, como un anticipo del infierno, pasan los días de encierro en el manicomio, entre fármacos y pacientes mentales de índole diversa; doctoras de amplias caderas, enfermeros, amigos y enemigos imaginarios con quienes confabula el protagonista tratando de sortear la culpa por la muerte misteriosa de “Terrible Loco”, el enfermo más temible del pabellón.
Y es que, desde que se tragó un grillo, el personaje vive inquieto —por decir lo menos—, seguro de que la CIA y la DEA le implantaron un chip para seguirlo y saber lo que piensa y así atormentarlo. No quieren que escriba sobre el manicomio, porque “todo mundo tiene un manicomio cerca. O su bolsa es un manicomio. O su casa. O incluso la cartera de dinero. No hablo de desorganización, hablo de manicomios de veras”.
Así, entre estados de alucinación y saudade se intercalan —sin previo aviso— las voces narrativas, que no los personajes. Quizá por ello el nombre del protagonista no es revelado, porque es Legión; en él habitan el padre frustrado, el amigo Baudelaire, el insidioso Rimbaud, la madre atenta a las necesidades del loco lúcido, aquel enclavado en la mejor tradición del elogio a la estulticia, a través del cual se enumeran verdades puntillosas, llenas de ironía que recrean, con ternura, el concierto de los insectos.

viernes, 7 de agosto de 2015

Tu sangre ahora recorre nuestras venas...




Dicen que el recuerdo es una forma de olvido, pues en el recordar se dejan de lado muchos aspectos); pero también el olvido es una forma de advertir aquello que sabemos pasa desapercibido.


En mi caso, de mi abuelo Abelardo Martín tengo la fortuna de tener presentes impresiones buenas; quizá las primeras memorias sean en su casa de Cuernavaca, ese rinconcito dispuesto para el disfrute de comidas en el jardín, coronitas y dominó montados en grandes bancos de madera...


Cuando el calor arreciaba todo se solucionaba a la sombra de un gran árbol, junto al asador, o con un chapuzón en esa alberca a la que llegaba siempre Dogo, el perro gigante que tras beber agua clorada se echaba a un costado de la terraza.


En el mundo de mi abuelo, al que llegaba como visitante de ocasión, recuerdo también al querido tío Toño comiendo rebanadas de jamón, platicando y jugando ajedrez con los niños. Al tío Cala y su fascinación por Dostoievski.


Al recordar a mi abuelo reconozco a mi padre, pues identifico en él todos sus rasgos fisonómicos, exceptuando los del carácter, pues contrario a él, mi abuelo siempre me pareció extrovertido; no tenía reparo en decir lo que pensaba, así fueran en ocasiones curiosos sus dichos.


No lo olvido en el velorio de mi abuela, invitándome a salir a desayunar una torta mientras decía: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Un pragmático consumado, así fue en su vida, quizá por ello disfrutó tanto de sus días en la Tierra.


Cuando salí de la universidad en Puebla y me instalé en el DF, nos dio por irlo a visitar, me parece que los jueves, a su departamento en la Roma. Ahí llegábamos Alonso, mi primo, y yo, a ese espacio amplio lleno de figurillas pálidas de porcelana, como un gordo pescador oriental o una bailarina de ballet. Y frente a un cuadro que lo inmortalizó joven y apuesto --como galán del cine de oro-- platicábamos los 3 de cómo era el negocio de prestamista, de mujeres, literatura y filosofía.

Me gustaba mucho oírlo hablar del Paraíso Perdido, de Jhon Milton; y de esa teoría que tanto me impactó sobre el “parto del alma”, que sólo ocurriría tras un cataclismo que rectificaría, mediante dolor y sufrimiento, la evolución moral del Hombre.

También escuchábamos atentos sus convicciones raciales, nos prestaba libros --que si acaso hojee-- de Salvador Borrego, ese ideólogo de la ultraderecha. Pero gracias a estos diálogos pude comprender parte de la mentalidad de otra época.


A esas conversaciones acudía yo –estoy seguro que Alonso también-- con la intención de entenderlo y descifrar su personalidad; la del padre ausente que dejó a una familia para formar otra; y de eso, sin reparo, le pregunté.


No recuerdo su respuesta exacta, si acaso una evasiva, una excusa y el cambio de conversación. Así era el abuelo, así lo recuerdo: humano, con sus hierros y decisiones; divertido, práctico, hedonista, un enamorado perfumado y elegante; bohemio distinguido que sabía del poder de las palabras, por eso, yo con estas, le rindo un honesto homenaje a su recuerdo:


Abuelito, donde quiera que estés vagando por el Universo, te mando un beso. Tu sangre ahora recorre nuestras venas...