Tras la decapitación de Juan El Bautista, Jesús El Nazareno, triste y melancólico como estaba, subió a una barcaza para dirigirse a un apartado lugar donde llorar la muerte de su amigo.
Una multitud lo vio alejarse lentamente con el flujo del agua.
Finalmente, el Profeta regresó ese mismo día cuando comenzaba a oscurecer.
A su encuentro acudió la muchedumbre.
Se hace de noche -le dijeron sus discipulos. "Es mejor despedir a la gente para que regresen a sus caceríos, consigan posada o algo de comer.
Pero el Maestro les replicó:
-"No hace falta que vayan. Denles ustedes de comer".
Y ellos, sorprendidos, contestaron:
-"No tenemos más que cinco panes y dos pescados".
Jesús les replicó: Tráiganmelos.
Y tras bendecir las viandas mandó a que la gente se sentará, partió los panes y pidió que se distribuyera el alimento entre sus seguidores.
Como era costumbre, muchos de los que lo seguían, venían de lejos, y previsorios que eran, guardaban entre sus túnicas pan y pescado seco que sacaban a discreción.
En esas andaban cuando una vez instalada la noche comenzaron a pasar de mano en mano las canastas con las viandas.
Muchos, aprovechando la oscuridad, simulaban tomar un mendrugo, mientras que otros cortaban de lo que ya traían y lo colocaban en la canasta.
Al final del día más de cinco mil hombres habían comido, e incluso con los pedazos que sobraron lograron llenarse doce canastas.
Y es así como Cristo, conocedor de la naturaleza del hombre, y de los ciclos del sol, realizó el milagro sin necesidad de artilugios sobrenaturales.