Dicen que el recuerdo es una forma de olvido, pues en el recordar se dejan de lado muchos aspectos); pero también el olvido es una forma de advertir aquello que sabemos pasa desapercibido.
En
mi caso, de mi abuelo Abelardo Martín tengo la fortuna de tener
presentes impresiones buenas; quizá las primeras memorias sean en su casa de Cuernavaca, ese rinconcito dispuesto para el disfrute de comidas en el jardín,
coronitas y dominó montados en grandes bancos de madera...
Cuando
el calor arreciaba todo se solucionaba a la sombra de un gran árbol,
junto al asador, o con un chapuzón en esa alberca a la que llegaba
siempre Dogo, el perro gigante que tras beber agua clorada se echaba
a un costado de la terraza.
En
el mundo de mi abuelo, al que llegaba como visitante de ocasión,
recuerdo también al querido tío Toño comiendo rebanadas de
jamón, platicando y jugando ajedrez con los niños. Al tío Cala y
su fascinación por Dostoievski.
Al recordar a mi abuelo reconozco a mi padre, pues identifico en él todos sus rasgos fisonómicos, exceptuando los del
carácter, pues contrario a él, mi abuelo siempre me pareció
extrovertido; no tenía reparo en decir lo que pensaba, así fueran
en ocasiones curiosos
sus dichos.
No lo olvido en el velorio de mi abuela, invitándome a salir a desayunar
una torta mientras decía: el
muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Un pragmático consumado, así fue en su vida, quizá por ello
disfrutó tanto de sus días en la Tierra.
Cuando salí de la universidad en Puebla y me instalé en el DF,
nos dio por irlo a visitar, me parece que los jueves, a su
departamento en la Roma. Ahí llegábamos Alonso, mi primo, y yo, a
ese espacio amplio lleno de figurillas pálidas de porcelana, como un
gordo pescador oriental o una bailarina de ballet. Y frente a un
cuadro que lo inmortalizó joven y apuesto --como galán del cine de
oro-- platicábamos los 3 de cómo era el negocio de prestamista, de
mujeres, literatura y filosofía.
Me
gustaba mucho oírlo hablar del Paraíso
Perdido,
de Jhon Milton; y de esa teoría que tanto me impactó sobre el
“parto del alma”, que sólo ocurriría tras un cataclismo que
rectificaría, mediante dolor y sufrimiento, la evolución moral del
Hombre.
También
escuchábamos atentos sus convicciones raciales, nos prestaba libros
--que si acaso hojee-- de Salvador Borrego, ese ideólogo de la
ultraderecha. Pero gracias a estos diálogos pude comprender parte
de la mentalidad de otra época.
A
esas conversaciones acudía yo –estoy seguro que Alonso también--
con la intención de entenderlo y descifrar su personalidad; la del
padre ausente que dejó a una familia para formar otra; y de eso, sin
reparo, le pregunté.
No
recuerdo su respuesta exacta, si acaso una evasiva, una excusa y el
cambio de conversación. Así era el abuelo, así lo recuerdo:
humano, con sus hierros y decisiones; divertido, práctico,
hedonista, un enamorado perfumado y elegante; bohemio distinguido que
sabía del poder de las palabras, por eso, yo con estas, le rindo un
honesto homenaje a su recuerdo:
Abuelito,
donde quiera que estés vagando por el Universo, te mando un beso. Tu
sangre ahora recorre nuestras venas...
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