viernes, 7 de agosto de 2015

Tu sangre ahora recorre nuestras venas...




Dicen que el recuerdo es una forma de olvido, pues en el recordar se dejan de lado muchos aspectos); pero también el olvido es una forma de advertir aquello que sabemos pasa desapercibido.


En mi caso, de mi abuelo Abelardo Martín tengo la fortuna de tener presentes impresiones buenas; quizá las primeras memorias sean en su casa de Cuernavaca, ese rinconcito dispuesto para el disfrute de comidas en el jardín, coronitas y dominó montados en grandes bancos de madera...


Cuando el calor arreciaba todo se solucionaba a la sombra de un gran árbol, junto al asador, o con un chapuzón en esa alberca a la que llegaba siempre Dogo, el perro gigante que tras beber agua clorada se echaba a un costado de la terraza.


En el mundo de mi abuelo, al que llegaba como visitante de ocasión, recuerdo también al querido tío Toño comiendo rebanadas de jamón, platicando y jugando ajedrez con los niños. Al tío Cala y su fascinación por Dostoievski.


Al recordar a mi abuelo reconozco a mi padre, pues identifico en él todos sus rasgos fisonómicos, exceptuando los del carácter, pues contrario a él, mi abuelo siempre me pareció extrovertido; no tenía reparo en decir lo que pensaba, así fueran en ocasiones curiosos sus dichos.


No lo olvido en el velorio de mi abuela, invitándome a salir a desayunar una torta mientras decía: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Un pragmático consumado, así fue en su vida, quizá por ello disfrutó tanto de sus días en la Tierra.


Cuando salí de la universidad en Puebla y me instalé en el DF, nos dio por irlo a visitar, me parece que los jueves, a su departamento en la Roma. Ahí llegábamos Alonso, mi primo, y yo, a ese espacio amplio lleno de figurillas pálidas de porcelana, como un gordo pescador oriental o una bailarina de ballet. Y frente a un cuadro que lo inmortalizó joven y apuesto --como galán del cine de oro-- platicábamos los 3 de cómo era el negocio de prestamista, de mujeres, literatura y filosofía.

Me gustaba mucho oírlo hablar del Paraíso Perdido, de Jhon Milton; y de esa teoría que tanto me impactó sobre el “parto del alma”, que sólo ocurriría tras un cataclismo que rectificaría, mediante dolor y sufrimiento, la evolución moral del Hombre.

También escuchábamos atentos sus convicciones raciales, nos prestaba libros --que si acaso hojee-- de Salvador Borrego, ese ideólogo de la ultraderecha. Pero gracias a estos diálogos pude comprender parte de la mentalidad de otra época.


A esas conversaciones acudía yo –estoy seguro que Alonso también-- con la intención de entenderlo y descifrar su personalidad; la del padre ausente que dejó a una familia para formar otra; y de eso, sin reparo, le pregunté.


No recuerdo su respuesta exacta, si acaso una evasiva, una excusa y el cambio de conversación. Así era el abuelo, así lo recuerdo: humano, con sus hierros y decisiones; divertido, práctico, hedonista, un enamorado perfumado y elegante; bohemio distinguido que sabía del poder de las palabras, por eso, yo con estas, le rindo un honesto homenaje a su recuerdo:


Abuelito, donde quiera que estés vagando por el Universo, te mando un beso. Tu sangre ahora recorre nuestras venas...





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