Sentado sobre un
petate, cubierto con cobijas y armado de oraciones pedí, previo a la ingesta de
la ayahuasca, que la Abuela, me tratara gentil, que no fuera violenta o regañona,
y así, mentalizado a explorar lo desconocido bebí el brebaje encomendándome a
mis antepasados, a quienes solicité me acompañaran en este viaje por senderos profundos
de mi mente.
Un vaso mediano
de plástico transparente contenía la poción de color verde oscuro con tonos
anaranjados. Por alguna razón imaginaba que su sabor sería muy amargo, y que
sería eso lo que me provocaría los famosos vómitos de los que tanto leí o
escuché en testimonios en YouTube.
Sin embargo, su
sabor no fue amargo, si acaso a clorofila en oxidación con un olor de ligero
fermente. Nada desagradable, así que de un par tragos lo bebí todo y esperé en
silencio, junto con 20 personas, a que los efectos se manifestaran.
A la sesión había
asistido motivado por la curiosidad de experimentar los poderosos efectos del
DMT, pero también –me decía tratando de convencerme a mí mismo- para sanar viejos rencores que ya no quería cargar.
Pasaron 25
minutos y comencé a sentir los primeros y poderosos efectos de la Medicina. Con
los ojos cerrados comencé a ver formas caleidoscópicas, y en mi delirio sentía
el brebaje filtrándose en mi ser, bañando cada molécula de mi cuerpo.
El mareo comenzó
a hacerse sentir en forma de vértigo; un vértigo que me producía imaginar la
bastedad del Universo; un vértigo al infinito que la palabra no evoca pero que
en mí vibraba y me hacía temer algo así como estar en la orilla, frente a un
gran abismo cuyo fondo ni siquiera se vislumbra.
Por un momento
quise no haberlo bebido. El miedo se hizo presente, pero reconocí que era tarde
y ya nada podía hacer. Para entonces la Medicina surtía sus primeros efectos
predisponiendo mi ser a abrir el pecho al Universo y sus misterios frente a los
que yo, en mi humana insignificancia, nada podía.
Así pues me
abandoné a la poderosa naturaleza, dejé que me abrazara y engullera. Y predispuesto,
con la voluntad de mantener el pecho abierto, dejé que la Totalidad me
envolviera, devorado por el Cosmos que explotaba en mi interior.
Fue así que comencé
a explorar sensaciones mientras mi subconsciente emergía en forma de poderosas
imágenes. El estado de gracia en el que creía encontrarme se rompió cuando de
mi inconsciente emergieron imágenes no gratas.
Tocó el turno de
lidiar con ellas, reconocerlas arraigadas en lo profundo de mi ser, como una
mala hierba que por años dejé crecer; que alimenté por no cuidar lo que veía o
imaginaba.
Pentagramas,
chivos negros, sacrificios, imágenes del Mal al que fascinado admiré en cintas,
cuadros y fotos se me representaban violentas y desagradables. Y no las podía
apartar ahora, porque por años alimenté con morbo esa imaginería diabólica.
Y no es que yo fuera
un obsesionado con el tema, pero encontraba interesantes los cuadros de los
aquelarres de Goya, o ciertos filmes o fotografías de horror que ocasionalmente
veía.
Tocó el turno de
lidiar con ellas, enfrentarlas y reconocerlas; perder el miedo y entender que
no era el demonio quien se manifestaba en mi trance, sino una imaginería que por años alimenté poco a poco. Así pues entendí que yo no era ni quería ser
maligno. Y que aquello que se me representaba, no consistía la esencia de mi
ser.
Gracias a esto,
hoy día puedo comprender que puede arraigarse en lo profundo del subconsciente
lo que miro, escucho o imagino. Todo,
por insignificante que me parezca, tiene un poder en lo profundo, dentro de mí.
Entendido esto,
estás imágenes volverían a presentarse en mi trance, esporádicamente, pero ya
no con la misma violencia o intensidad, permitiéndome concentrarme en otro tipo
de aspectos e imaginerías mucho más provechosas.
Entre estas ideas
llegué a sentirme un soldado, integrante de un ejército galáctico, que debía
combatir el mal universal, empezando por el que existía dentro de mí. La
medicina, creo, me propuso trabajar como el jardinero que todos los días acota
la mala hierba.
Debo decir que en
todo este tiempo creo no haber perdido el hilo de la consciencia, y aunque no
era capaz de sostenerme en pie por mí mismo, sí era capaz de ver, pensar y
repasar con lucidez diversos aspectos de mi compleja personalidad.
Fue así que se me
representó, no sin angustia, mi relación con mis seres queridos, mis hermanos,
mis padres, mis abuelos y mis tíos. Tras un repaso de cada una de las formas individuales
en las que me vinculaba con ellos me dí cuenta que la persona que más me
importaba era mi pequeña sobrina de 12 años llamada Valentina, a quien cuidé
cotidianamente hasta que tuve que cambiar de trabajo y de ciudad alejándome de
ella.
Con ella mi
relación se puede decir que fue paternal, hasta que me alejé escudándome en el
hecho de que de forma sanguínea sólo soy su tío y no era mi responsabilidad. Tras
una revisión de mis relaciones personales pude ver con claridad cuánto me
importaba ella y cómo la había abandonado.
En ese momento me
reconcilié con una amorosa responsabilidad que había evadido y negado mucho
tiempo.
Para entonces las
sensaciones viajaban por una autopista de alta velocidad, en donde mi cuerpo
era la nave y la mente el capitán que la conducía. Y así mientras descubría
esta verdad me daba cuenta que al lado mio, una persona de nombre Diana, a
quien nunca antes había visto, se retorcía en lamentos y llantos de
sufrimiento.
Ella había
perdido el control de su nave colisionando con sus emociones y resquebrajando
su espíritu. La Medicina trabajaba de múltiples formas en los cuerpos de los
presentes. Para que no me ocurriera esto, en el fragor de la intensidad de mis
pensamientos, me percate que la oración era la mejor herramienta que tenía, y
la única a mi alcance, para ir en busca de un buen camino.
Mis oraciones
iban encaminadas a Dios y a la Salud mental y física. En algún momento creía,
que como capitán de mi nave, podía darle instrucciones a las células de mi
cuerpo, a las que ordené combatir mutaciones celulares o cualquier vestigio de
enfermedad.
Además, este tipo
de pensamientos sobre moléculas, células y ADN se manifestaron de varias
formas. Por ejemplo, tras la primera ingesta de la Medicina, y con los ojos
cerrados y el pecho abierto, comencé a sentir una presencia a un costado mio. Al abrir los ojos me percataba de que no había
nadie, y que todo era parte de una alucinación.
Sin embargo esta
explicación no me satisfizo, puesto que yo antes de iniciar el trance había
invocado el espíritu de mis abuelos. Así que pensando en ellos, pude darme
cuenta de que vivían dentro de mí literalmente.
Lo anterior no
era una frase cliché, sino que a nivel genético, tras el acto de la procreación,
de padre a hijo se transmitía una carga genética de la que ahora yo era
poseedor. Ellos vivían en mí y era real.
Al tratar de
racionalizar esto me hice consciente que era una pérdida de tiempo intentar hilvanar
ideas con palabras, puesto que mi mente seguía revolucionada, y no podía pausar
el seguir sintiendo y pensando a una velocidad no acostumbrada. Así pues
abandoné el propósito de ajustar al lenguaje oral lo que me acontecía y ponderé el sentir como lo REAL. Lo demás, me dije, era intentar explicar lo que para
entonces ya sabía.
Los olores y
sonidos vibraban en mi ser, reverberando un oleaje de sensaciones, una marejada
infinita que me arrullaba en un vaivén. Con el pecho abierto me abandoné a lo
que sentía, como el sonido del tambor que se sincronizaba con el latido de mi
corazón, y el aroma del tabaco protector que inundaba con sutileza el ambiente.
Mientras tanto,
Javier, el Maestro chamán, no dejaba de sorprenderme a través de sus cantos,
poderosos ícaros, protectores que guiaron nuestro viaje y evocaron o trajeron a
ese pequeño salón de un hotel perdido en un pueblo de Hidalgo, la amazonas
peruana. El canto de decenas de aves, incluso su aleteo (lo vi claramente revolotear
como colibrí) estaba ahí, junto con los sonidos de Señores reptiles. Él ya no
era él, era la selva y su espíritu. Y estaba ahí para enseñarnos y protegernos.
Gracias Maestro
por lo que me mostraste.
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