viernes, 17 de agosto de 2012

El lenguaje del rayo, un acercamiento a la poética de Ramsés Salanueva



Javier A. Martín
Si, como dicen las Escrituras, el Verbo se hizo hombre, entonces el lenguaje precede a la humanidad; es decir, el Hombre no es dueño del lenguaje, sino sólo quien le sirve.
Esto es, que el Verbo lo mismo se encuentra ligado a lo divino que a los más rudimentarios actos del habla, como un instrumento a la medida de la existencia social.
Y hoy, aquí con ustedes, quiero centrarme en ese aspecto ligado a lo sublime, a lo que produce extrañeza, a la revelación en su sentido místico.
Me uno a esta noción: la poesía, el discurso metafísico y el religioso no resultan del gobierno del lenguaje, sino de una “servidumbre privilegiada; de la infrecuente capacidad que poseen el rapsoda, el pensador o el visionario de «oír lo que dice el lenguaje»”[1].
Una prueba de esto se verifica en el hecho de que al poeta “le lleguen” –-por inspiración o ardua labor-- las palabras con una incandescente exactitud, similar a la que se experimenta “cuando una palabra olvidada, buscada por mucho tiempo, «centellea» en el umbral de la conciencia”[2].
No es el poeta el que habla. El poeta es hablado; le es dada una revelación que no ha sido buscada. De ahí que los poetas como Ramsés Salanueva puedan ser considerados “voceros de lo divino”, una labor diametralmente opuesta a la que ejerce como periodista.
En La conjetura de la tarde, el lector asiste a las mudanzas terrenales, mutaciones y asentamientos interiores: el itinerario de un sueño nutrido por el fruto más delicado de la memoria.

Múltiples motivos resaltan la importancia de la aparición de este libro de bolsillo, por ejemplo, lo escaso de las publicaciones literarias de Ramsés Salanueva, que imprimen a las mismas casi un toque como de colección, debido, principalmente, a la calidad excepcional con la que se fraguan los 13 poemas que integran La conjetura de la tarde.

Como muchos saben, el actopense no hace vida literaria.

Ajeno a la tertulia, mira, en solitud --desde la cumbre-- el abismo que invita al precipicio; no duda en arrojarse, como atraído por fuerzas que ejercen polos de atracción hacia senderos que se bifurcan.

Guardián de esa morada de buena vivienda donde habita “algo más” que la léxica y la lógica inherente a la gramática, Ramsés comprueba lo que Octavio Paz afirma sobre la imagen poética como “un haz de sentidos rebeldes a la explicación” [3].

Es decir, qué diablos dice el poeta cuando escribe:

Yo,
frente a la conspiración de la tarde,
determinada a ocultar
toda evidencia de luz,
me pregunto:
¿Es la quietud quien la desprende?
o bien,
¿Existen árboles contemplativos,
cuyo trance supera el ensimismamiento del espacio?

Inútil buscar razones a este fervor sombrío. La significación del poema a través de su recitación es irreductible al razonamiento lógico, y sin embargo, poeta y lector comulgan con aquello ajeno que les es extraño, pero a la vez familiar; ambos se vuelcan al imaginar; se revelan a sí mismos como la parte oscura que permanecía oculta, agazapada en el rincón del Ser.

Quienes conocen a Ramsés y lo ha leído podrían pensar, habituados, que en esta publicación encontrarán una poética del conjuro, que se invoca desde la concentración de las tinieblas.

Una alquimia que "refleje la veneración por los malos hábitos a la vez que alcanza un exquisito refinamiento de las perversidades que opacan el espíritu humano”[4].

Contrario a eso nos encontramos al naturalista asombrado por las verdes espigas y praderas solares; la abstinencia de los pájaros y los árboles que crecen a cuestas, de cuyos ramales penden cadáveres; los pastores que juntan hatos de estrellas al tiempo que las brillantes cenizas se desgajan de la corteza de los árboles.

Y, sin embargo, la cosmogonía del poeta no es inocente, pero tampoco perversa, como han querido creer algunos; en todo caso es fulminante, como el lenguaje del rayo.

Basta con leer el poema de la página 11 para darnos cuenta de lo anterior:

Meto mis manos al fuego.
Con mis palmas encendidas
Subo al monte del pacto.
Permanezco ahí,
hasta igualarme
con el destello más mínimo
del arrebol.

Tras la aparición del relámpago retumba el estruendo. El poeta contempla el misterio y se funde en él. La revelación como arquetipo, contenido en lo más profundo del Ser emerge a manera de comunión con la Totalidad. Moisés asciende el Horeb y presencia la llama de fuego en medio de la zarza que no se consume.


[1] George Steiner. Los Logócratas. FCE
[2] Ibid
[3] El arco y la lira. Octavio Paz. Edición del Fondo de Cultura Económica (1972). Capítulo: La otra orilla, pp 124.
[4] Ramsés Salanueva a propósito de la a genealogía infernal de Adriana Tafoaya.

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