Javier A. Martín
Si, como dicen
las Escrituras, el Verbo se hizo hombre, entonces el lenguaje precede a la
humanidad; es decir, el Hombre no es dueño del lenguaje, sino sólo quien le
sirve.
Esto es, que el Verbo lo mismo se encuentra ligado a lo divino que a los
más rudimentarios actos del habla, como un instrumento a la medida de la
existencia social.
Y hoy, aquí con ustedes, quiero centrarme en ese aspecto ligado a lo
sublime, a lo que produce extrañeza, a la revelación en su sentido místico.
Me uno a esta noción: la poesía, el discurso metafísico y el religioso
no resultan del gobierno del lenguaje, sino de una “servidumbre privilegiada;
de la infrecuente capacidad que poseen el rapsoda, el pensador o el visionario
de «oír lo que dice el lenguaje»”[1].
Una prueba de esto se verifica en el hecho de que al poeta “le lleguen”
–-por inspiración o ardua labor-- las palabras con una incandescente exactitud,
similar a la que se experimenta “cuando una palabra olvidada, buscada por mucho
tiempo, «centellea» en el umbral de la conciencia”[2].
No es el poeta el que habla. El poeta es hablado; le es dada una
revelación que no ha sido buscada. De ahí que los poetas como Ramsés Salanueva
puedan ser considerados “voceros de lo divino”, una labor diametralmente
opuesta a la que ejerce como periodista.
En La conjetura de la
tarde, el lector asiste a las mudanzas terrenales, mutaciones y asentamientos
interiores: el itinerario de un sueño nutrido por el fruto más delicado de la
memoria.
Múltiples motivos resaltan la importancia de la
aparición de este libro de bolsillo, por ejemplo, lo escaso de las
publicaciones literarias de Ramsés Salanueva, que imprimen a las mismas casi un
toque como de colección, debido, principalmente, a la calidad excepcional con
la que se fraguan los 13 poemas que integran La conjetura de la tarde.
Como muchos saben, el actopense no hace vida
literaria.
Ajeno a la tertulia, mira, en solitud --desde la
cumbre-- el abismo que invita al precipicio; no duda en arrojarse, como atraído por fuerzas que ejercen polos de
atracción hacia senderos que se bifurcan.
Guardián de esa
morada de buena vivienda donde habita “algo más” que la léxica y la lógica
inherente a la gramática, Ramsés comprueba lo que Octavio Paz afirma sobre la imagen poética como “un
haz de sentidos rebeldes a la explicación” [3].
Es decir, qué diablos dice el poeta cuando escribe:
Yo,
frente a la conspiración de la tarde,
determinada a ocultar
toda evidencia de luz,
me pregunto:
¿Es la quietud quien la desprende?
o bien,
¿Existen árboles contemplativos,
cuyo trance supera el ensimismamiento del
espacio?
Inútil buscar razones a este fervor sombrío. La
significación del poema a través de su recitación es irreductible al
razonamiento lógico, y sin embargo, poeta y lector comulgan con aquello ajeno
que les es extraño, pero a la
vez familiar; ambos se vuelcan al imaginar; se revelan a sí mismos como la
parte oscura que permanecía oculta, agazapada en el rincón del Ser.
Quienes conocen a Ramsés y lo ha leído podrían
pensar, habituados, que en esta publicación encontrarán una poética del
conjuro, que se invoca desde la concentración de las tinieblas.
Una alquimia que "refleje la veneración por los
malos hábitos a la vez que alcanza un exquisito refinamiento de las
perversidades que opacan el espíritu humano”[4].
Contrario a eso nos encontramos al naturalista
asombrado por las verdes espigas y praderas solares; la abstinencia de los
pájaros y los árboles que crecen a cuestas, de cuyos ramales penden cadáveres;
los pastores que juntan hatos de estrellas al tiempo que las brillantes cenizas
se desgajan de la corteza de los árboles.
Y, sin embargo, la cosmogonía del poeta no es
inocente, pero tampoco perversa, como han querido creer algunos; en todo caso
es fulminante, como el lenguaje del rayo.
Basta con leer el poema de la página 11 para darnos
cuenta de lo anterior:
Meto mis manos al fuego.
Con mis palmas encendidas
Subo al monte del pacto.
Permanezco ahí,
hasta igualarme
con el destello más mínimo
del arrebol.
Tras la aparición del relámpago retumba el
estruendo. El poeta contempla el misterio y se funde en él. La revelación como
arquetipo, contenido en lo más profundo del Ser emerge a manera de comunión con la Totalidad.
Moisés asciende el Horeb y presencia la llama de fuego en medio de la zarza que
no se consume.
No hay comentarios:
Publicar un comentario