lunes, 28 de julio de 2008

Una pasión voluntariamente aceptada

Después de una noche de trapacerías por fin llegaba a su casa, inconsciente sin saber qué había sucedido. Acostado cerró los ojos y no los abrió hasta el nuevo día. Una luz vespertina se colaba por las persianas de su cuarto. Vivía en el último piso de un edificio antiguo. Una gran grieta recorría nivel tras nivel la construcción; subiendo por el ascensor la cuarteadura podía verse subiendo o bajando piso tras piso.
El gato de una anciana vecina lo despertó. Sus maullidos, causados por el hambre, y los arañazos en una puerta que parecía cercana, lo sacaron del sopor en el que se encontraba. Hacía calor y los rayos del sol se colaban por su ventana. Sudaba y sentía la boca seca, pastosa.
Entró al baño. Se miró con morbo en el espejo. Cada vez se sentía más ajeno a su imagen proyectada. Había días en que no se reconocía.
Incapaz de gobernar sus propios pensamientos, el estribillo de una canción se repetía sin cesar en su cabeza; era como una obsesión, algo que no controlaba y que se mezclaba con fragmentos de sus recuerdos, los mismos que acariciaba dulcemente o despreciaba, como al gato que lo visitaba.
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Al despertar lo primero que hizo fue preparar un té. Sacar una tostada y untarle paté de hígado de cerdo. El sonido de su viejo refrigerador lo confortaba, no obstante encendió la radio y tras sintonizar una estación dio un breve pero consistente sorbo a su infusión.
Sintió paz en el alma.
Involuntariamente se acordó de Paloma. Hacia poco la había ido a visitar a Puebla. La extrañaba, lamentaba haberse alejado de ella. Habían vivido juntos casi un año.
Recuerda cómo se conocieron. Sabía que él no era de su tipo. Persistió no obstante. Iba a su casa, platicaba con ella. Su diálogo se nutría de sus marcadas diferencias. Sus discusiones nunca fueron en serio, eran más como un recurso primario para definir quiénes eran a partir de sus diferencias.
No era que su vida estuviera convertida en un calvario, era más como una pasión voluntariamente aceptada. Le llenaba de placer, como un gusto diafoano, verla pintarse las uñas de los pies, sentada en la banca del jardín en un día soleado; su falda dejaba ver sus muslos bien torneados.

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