Aquí no hay perfección
Julia Castillo
J paseó con el pene erecto de la cama al buró,
del buró al baño, del baño al clóset y de regreso. Habló
conmigo y para sí durante su recorrido por aquella habitación
de un hotel en Pahuatlán, Puebla. Lento el ambiente, soberbio su deseo
pero de cuerpo calmo, buscó en su equipaje y halló un condón
que deslizó por su pene. Me besó. Yo sólo estaba atenta a aprenderme
la escena que luego repetiría una y otra vez esperando su llamada.
No podía entender su parsimonia cuando todo en mí era sobresalto.
Lo hicimos, y para ninguno fue una buena cogida. No sabíamos hacernos
el amor. Eso lo aprendimos muy bien cuatro años y medio después.
No es que mi cuerpo sea fácil, o quizá sí,
pero si tuvimos sexo en nuestra primera cita fue porque desde que lo
conocí, apenas unas semanas antes, me pareció hermoso. Porque
su tono en el teléfono era sutil y sus conversaciones largas. Porque
estudió literatura, ha visto muchas películas y a mí me
gustan los clichés. Y porque esa salida fue perfecta. El clímax lo
noté al día siguiente, cuando cortó una fruta de un árbol
cerca de la alberca del hotel. Presentí un paraíso en el que
no creía. Lo recuerdo bien: su torso espigado, sus nalgas y piernas
macizas cubiertas por unas bermudas; su brazo alargado y el durazno
en su mano. Todo había salido bien y yo no estaba acostumbrada a eso.
Una noche antes viajamos de Pachuca a Pahuatlán.
En el auto escuchamos a Calle 13 y hablamos sobre películas de Tin
Tan. Nos detuvimos para que tomara fotos sobre la carretera. Ya en Pahuatlán,
encontramos hotel aun de madrugada. Mis emociones estaban en la garganta,
en el estómago. Después de charlar y tener esa mediana cogida, se
durmió; mientras, velé mi insomnio y su sueño. Insisto en que,
acostumbrada al caos, no podía concebir ventura, tranquilidad tan fácilmente,
de ahí que no durmiera. Y es que J sabe todo el tiempo que lo
que quiere lo puede obtener, tomar, o que va a llegar más rápido de
lo que cualquiera puede creer. Se lo noté de inmediato, incluso
en su desnudez. Andaba dentro de la habitación, les digo, con sus pasos
abiertos y carnes firmes, el sexo erecto; muy seguro para esa primera
cita. Al verlo, pensaba que era un hombre desacostumbrado al infortunio;
con un azar brillante. Muy distinto a mí en ese entonces, y a
algunos con quienes había salido.
Pero no volvió esa perfección. Lo intentamos
varias veces, pero en cada cita confirmaba que yo no era una mujer que
él deseara cerca. Tampoco lo quería mucho tiempo junto a mí, buscaba
cómo irme de su cama en cada madrugada de nuestros encuentros. Hasta
que, pasados cuatro años –dos de ellos casi sin vernos- nos reunimos
sin pretensiones en un café. Y sólo entonces resolví que nunca
disfrutaba el tiempo con él porque ante su seso y sexo siempre me sentí
disminuida; hasta esa cita en la que imperó la risa y saltó
lo obvio: atracción. Lo siguiente fue otra cita en un concierto local
y un beso. Después vino una cogida decente, y ahora sí, por primera
vez en nuestra historia intermitente, quise quedarme dentro de su cama
toda la noche. Tiempo después, J me confesaría que luego de pocas
noches compartiendo su aposento, quería pedirme que me mudara.
Hace poco J y yo cumplimos dos años de novios. Por
eso esta introducción. En el primer aniversario subimos un cerro y
sus “frailes” de piedra. Esta vez hablamos mucho, reímos mucho,
comimos mucho; y está pendiente un festejo más grande.
J y yo nos amamos y ahora mismo lloro –bastante
común en mí- porque pensé que eso no me iba a tocar más y porque es escaso el amor recíproco.
Así que la fortuna se encuentra en un momento como el que pasó hace
unos minutos: se asomó desnudó del sexo para abajo, y recogió su
toalla tendida en una silla del comedor donde escribo. Pensé que era
una provocación pero él no hizo más que explicar que se iba a bañar.
J está divino, incluso con gripe, en su delicada hipocondría y su
enfado porque la tos le ha irritado la garganta. “Algunos quieren
asustarnos. Nosotros queremos ensayar la eternidad. Nosotros nos amamos.
Me dicen que sólo tres de cada diez parejas. Somos afortunados y hay
que aprovecharlo”, escribí hace más de un año, días antes de empezar
a vivir juntos.
Ahora mismo, al terminar estas líneas, se halla en
un sillón. La dicha está frente a mí, preguntándome si quiero
algo de cenar.
-Sí, cielo, una quesadilla, por favor.